¿Es éticamente correcto comer animales? Por Ernesto Andrés Fuenmayor

Midiendo el éxito en números, el gallus gallus, o gallo doméstico, pareciera ser una de las especies más exitosas del planeta. Hay casi 20 billones de ejemplares vivos gracias a la reproducción controlada para el consumo humano. A su vez, la cría de ganado ha estimulado el crecimiento poblacional de vacas y cerdos a números extraordinarios: 1.5 billones y un billón, respectivamente.

 

Ahora, medir el éxito a partir de cifras resulta un poco insuficiente. En el caso de la ganadería, el aumento numérico animal de ninguna manera indica un logro evolutivo o de adaptación por parte de la especie en cuestión. Refleja únicamente la moralmente dudosa habilidad que tiene el hombre para saciar su propio apetito, sin importar que esto signifique la masificación de sufrimiento innecesario.

 

Animales como la vaca o el cerdo, protagonistas de la industria cárnica mundial, tienen sistemas nerviosos sofisticados, capaces de articular sensaciones de placer y dolor que determinan su experiencia subjetiva. Aunque no tengan razonamiento, la evolución le ha dado a estos mamíferos sociales una percepción detallada y patrones psicológicos complejos. Sus estados físicos les indican a partir de sensaciones corporales aquello que tiene valor biológico y aquello que no: el encierro, completamente antinatural para estos animales, produce sensaciones físicas de desesperación y terror; de la misma manera, las vacas brincan de alegría, literalmente, cuando se les permite pastar libremente por primera vez luego de un invierno.

 

El incumplimiento de los ímpetus biológicos crea un sufrimiento insondable en estos animales. Al nacer, tanto los cerdos como las vacas, cabras y demás mamíferos ganaderos, necesitan contacto con su misma especie y espacio abundante para poder desarrollarse. Por lo general, en la cría industrial el becerro es separado de su madre en el momento del nacimiento. Ambos, vaca y becerro, tienen el impulso biológico urgente de estar el uno con el otro, deseo que al truncarse atrofia el desarrollo del becerro y niega una exigencia que su especie ha desarrollado durante miles de años. De la misma manera, estos mamíferos sociales necesitan jugar e interactuar con otros de su misma especie para poder desarrollarse neurológicamente. Frustrar este proceso los deja embrutecidos.

 

El antropocentrismo, la doctrina que ve al hombre como el único posible objeto de consideraciones morales, hoy en día significa una atrofia ética. Fue un avance en la Edad Media, cuando el teocentrismo era la otra opción a considerar. En el contexto moderno, esta doctrina lleva, entre otras cosas, a negar la importancia del sufrimiento animal. Es como si la habilidad de razonar, única en el hombre, nos diese un derecho innato a someter al resto de las especies. Negar la complejidad psicológica de los animales y su capacidad de sufrir simplemente porque no comparten nuestro nivel de inteligencia resulta dogmático y destructivo.

 

Si el argumento del sufrimiento es insuficiente para algunos, pasemos a otro que debería seducir hasta al más antropocentrista de los lectores: la ganadería masiva está acabando con el planeta. Los números son elocuentes. Tres cuartas partes del espacio agrícola de la tierra están siendo utilizadas para este fin, y de allí proviene la mayor cantidad de deshechos a nivel mundial. En promedio, la ganadería en los Estados Unidos produce trece veces más desperdicios que todo el conjunto de la población humana. Por otro lado, la cantidad de granos necesaria para alimentar a los billones de animales de cría sube el precio de dichos granos en el mercado internacional. Esto significa que a los más pobres les cuesta cada vez más alimentarse, ya que una dieta rica en cereal es común en países de bajos recursos. Además, el ganado es responsable del 14% de las emisiones de gas de efecto invernadero, más que todos los automóviles, aviones, trenes y demás vehículos juntos. En las actuales circunstancias esto solo va a empeorar, ya que la población animal ganadera crece 2.4% anualmente.

 

Un argumento razonable a favor del consumo de carne es su inmenso valor nutricional. Al ser magra, la carne animal contiene zinc, proteínas, hierro, diversas vitaminas y demás elementos beneficiosos para la salud. Sin embargo, son muchos los suplementos disponibles y es diversa la información disponible para aplicarlos. La soya, que en los último años se ha popularizado como una alternativa proteínica, podría darnos la misma cantidad de proteína que la carne animal utilizando un 94% menos de espacio vegetal. El argumento pierde peso al tomar en cuenta el resto de las opciones.

 

Otro argumento carnívoro frecuente es el antropocentrista, que propone al hombre como un ente elevado, separado éticamente del reino animal, como mencioné. Pareciera más sensata la conclusión contraria, es decir: al ser el homo sapiens el más racional de los seres vivos, este debería saber diferenciar entre el bien y el mal, con lo cual su responsabilidad ética recae no solamente sobre si mismo, sino sobre todas esas criaturas sin habilidades cognitivas comparables. En consecuencia, debería vivir según principios que generalicen el bienestar entre tantos entes como sea posible.

 

La respuesta al cuestionamiento ético acerca del consumo animal pareciera clara. Resulta difícil aplicarla dado el condicionamiento cultural actual, ya que comer carne es el status quo y cambiarlo será un proceso arduo, pero ultimadamente necesario. Quizás “…es imposible, pero indispensable”, como dijo alguna vez célebremente José de San Martín.

 

Ernesto Andrés Fuenmayor

 

 

 

 

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