Récord del mundo y el oro mundial para Christian Coleman

Antes de empezar la sesión de tarde, varios empleados pasan cuidadosa y eficazmente la aspiradora por la pista central del pabellón, para que ni una mota de polvo en las ocho calles de 60m de longitud estorbe las zancadas veloces que unas horas después deberían conducir a Christian Coleman a su primer título universal de velocidad. Como si la planilla de un programa estudiada a la décima de segundo meses antes y así emitido, a las 21h 9m y 6,37s exactamente, el mundo supo que Coleman no solo era el más rápido de la historia en la distancia, sino también campeón mundial tres días antes de cumplir 22 años.

Si no fuera porque su motor y su funcionamiento son atronadoramente silenciosos, las aspiradoras, la pista, el momento, tendrían para Coleman la resonancia evocadora que tuvo para Marcel comerse una madalena hace tantos años. Daphne Coleman, la madre del fenómeno, explicaba hace poco la razón en una web estadounidense. Decía que cuando el atleta tenía dos años salía disparado asustado en cuanto encendía la aspiradora para limpiar la casa y de un brinco agilísimo se acurrucaba en el sofá. Seth Coleman, el padre, un exfutbolista, lo observó un día desde el sillón y proclamó: por las venas de este niño corre la velocidad. Así nació el atleta que acabará heredando, según todos los profetas, el trono único de Usain Bolt: un poco de genes y un mucho de fe. Así 19 años después de iluminar a sus padres se convirtió, en las semifinales y en la final del Mundial de Londres, en el primer atleta que derrotó a Usain Bolt dos veces una misma tarde. “Y que nadie olvide que ha corrido los 100m en 9,82s a los 21 años, más rápido que Bolt a esa edad”, dice su entrenador.

Siguiendo el Evangelio, y como el cristiano profundo que se confiesa, con la voz bajita de quien teme hacer más ruido con sus palabras que con sus hechos, Coleman siempre relata la alegoría de los talentos aplicada a su crecimiento: Dios me dio tanto talento, suele decir, que sería un pecado no trabajarlo al máximo. Como su padre, Coleman intentó en Atlanta que ese talento brillara en un campo de fútbol americano, pero pese a su velocidad única, su agilidad, su brinco, ningún equipo le quiso porque es muy bajito (mide 1,74m). No dejó de correr y acabó en Knoxville, en la Universidad de Tennessee, donde el técnico Tim Hall le ha corregido casi todos los defectos. Ya no corre tan echado para adelante (aunque en la serie matinal trastabilló al salir de tacos y tardó en erguirse lo suficiente para convertir en un jogging 30 de sus 60 metros ganados), ya no teme a nadie. En semifinales, fase en la que cayó eliminado el español Ángel David Rodríguez, Coleman actuó mucho más ortodoxo, y, transmitiendo la misma facilidad, corrió 50 metros y trotó otros 10 para marcar 6,45s, el mejor tiempo de todos.

Hace dos semanas, en la altura de Albuquerque, dejó el récord del mundo de los 60m en 6,34s, y el sábado de Birmingham, tres horas después de que la aspiradora dejara el tartán níquel, se enfrentó a su compatriota Ronnie Baker, otra bola de cañón compacta, y al chino Su Bingtian, en busca del primer título mundial. Pudo con ellos, suave y seguro. Batió el récord de los campeonatos. El chino, segundo, con 6,42s, batió el récord de Asia. Baker fue tercero en 6,44s.

Usain Bolt, tan alto, tan imbatible, ya no está tan lejos.

 

DC / El País

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