La tentación a la violencia en tiempos aciagos. Por Gervis Medina

Releyendo el libro «Golpe y Estado en Venezuela» de Uslar Pietri, me permito tomar unas líneas de adentro del libro a los fines de resaltar una situación que en similitud nos acompaña en estos tiempos aciagos.
¡Han de creer que analizando la historia de nuestro país, una y otra vez existe algo en común!
¡El uso de la violencia!
Hoy día a otros niveles, han penetrado la democracia sin disparar un solo tiro, pero han jugado con ella implementando la teoría de Gramsci, sometiendo a toda una sociedad al hambre física, mental y espiritual. Tanto el régimen genocida quien tiene la más grande responsabilidad por resultados, cómo el otro régimen opositor que impone a través de la mayeutica y dialéctica su voluntad, trayendo más desconcierto y confusión epistemológica, separando la moral de la política.
Para así ofrecer soluciones sin verificación técnica ni científica en lo económico y político sino por todo lo contrario tomando «la esperanza» cómo solución al problema, siendo la causa del problema desde hace ya varias décadas.
En un tiempo, los marxistas solían decir que «la violencia es la partera de la historia». Esto es verdad solo hasta un punto, porque las sociedades, como los seres vivos, no nacen sino una sola vez y luego empiezan a vivir por su cuenta y no requieren normalmente de ningún segundo alumbramiento. La violencia es, por su propia naturaleza, destructiva y sus resultados son siempre impredecibles y generalmente contrarios a los propósitos que los promotores de ella se han propuesto. La violencia es momentánea y la historia, por el contrario, es continuada, observable y hasta previsible. Una democracia que requiere para su funcionamiento periódicas rupturas violentas no sería una democracia, que es, por su propia naturaleza, el gobierno del consenso sobre los grandes fines sociales y del acuerdo sobre los modos de alcanzarlos.
La revolución francesa rompió el Antiguo Régimen, que estaba lejos de ser un mal gobierno, para lanzarse a la loca aventura de proclamar y establecer en toda la tierra la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos los hombres. La terrible violencia desatada por su propio proceso no solo no hizo posible alcanzar estos fines sino que, en muchas formas, trajo graves retrocesos y desviaciones a la historia de Francia y de Europa. Lo que vino no fue la felicidad universal sino el terror, la guillotina a tiempo completo, las guerras invasoras, el predominio personal de Napoleón, para rematar, como en una comedia ejemplar, en la fallida restauración de los Borbones, en 1815, en la monarquía burguesa de Luis Felipe, que no satisfizo a nadie, y en los largos años opresivos y torpes de la caricatura de imperio de Napoleón III. Fue solo casi cien años más tarde, después del desastre de 1870, cuando los franceses pudieron reemprender con más tino y fruto la posibilidad de establecer una democracia efectiva.
El caso de Venezuela es igualmente ejemplar y, desde luego, nos afecta más directamente. La independencia se proclamó con los más altos ideales políticos pero lo que vino a surgir de quince años de guerra destructiva fue no solo el aniquilamiento de una sociedad civilizada que empezaba a florecer, sino las formas más brutales del predominio personal y de la ausencia de derechos. Fue casi un siglo de guerra civil que abarcó todo el territorio y que destruyó toda posibilidad efectiva de progreso. El día en que se revise el mito de la guerra federal se verá que fue el punto culminante de una gran hecatombe política y social, de la que salió un país todavía más atrasado y primitivo del que proclamó la independencia. Caudillismo, montoneras, demagogia barata, pérdida de los fines sociales de una vida nacional, fueron los frutos de esos largos años de violencia desatada.
El riesgo de la solución violenta no ha desaparecido y no podrá desaparecer mientras las causas que le dieron explicación a la reciente tentativa no hayan sido eficazmente modificadas. Sería trágico que por la falta de comprensión o la excesiva mezquindad de los dirigentes políticos, el país no pudiera realizar, con la brevedad y la eficacia necesarias, las profundas reformas que su democracia viene exigiendo desde hace ya mucho tiempo. Sería inadmisible que la alternativa no fuera otra que la violencia, que finalmente traería males peores que los que se proponga remediar, y no una decidida y compartida voluntad de hacerle a la democracia todas las reformas necesarias para que pueda servir por tiempo indefinido a los grandes fines de la sociedad venezolana.
Gervis Medina
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