El matrimonio cristiano. Por Luis Acosta

Dios hizo a la mujer de la costilla del hombre. Con eso quiso conseguir el apego del uno con el otro. Es decir, unir a la mujer y al hombre para vida y compañía en santidad. Empero, a parte de esa unión sagrada y sin modificaciones para la vida futura , establece cierta regla moral que sirviera de base en el control de la familia de suerte que , el hombre y la mujer, se unieron en matrimonio sacramental y esta unión no permitiría separación alguna que no fuera por la ley o por la muerte; así, duraría tanto como aquello de que “lo que Dios unió, jamás y nunca puede ser separado”. Así, el hombre se unió a la mujer y la mujer al hombre.

De esa manera noble, capaz, reparadora, cristiana y respetuosa, el hombre empezó esta forma de reunirse con la mujeres en lo moral, en lo legal y en lo procreativo en lo humano.

Pero algo más se uniría a esta forma de vivir por años, conformando y dando vida y razón a los hijos para desarrollar familias y pueblos, naciones y grupos sólidos de perpetua y larga vida esculpida con honestidad y provecho. Así, la mujer vigilaría y cuidaría a su hombre, a su amigo y a su esposo con acción integrada en forma voluntariosa y santa, llena de virtudes y perfectos oficios y costumbres. De esta manera, el crecimiento sería en orden y disciplina para ir a uniones amorosas sociales y cívicas capaces de desarrollar países con organicidad adecuada y autoridades dignas. Si a esto le agregamos los frutos buenos, como son los hijos institucionalizados, la vida perseguirá la felicidad.

Asi pues, se confirmaron pueblos y familias en geografias diferentes pero con uso reciprocos sin amenazas de plagas de abortos, pudriciones, miedos y frutos amargos, ademas de sin violencia en el amor y con complacencias en el actuar y sentir con carino y benevolencia. 

Pero los pueblos empezaron a sembrar árboles sin frutos saludables, plegados de porquería y sin sabores, impregnados de troncos tóxicos llenos de vicios y extravagancias como la cocaína, la marihuana y otras especies más sofisticadas. De esa manera, lejos de la cordialidad de los pueblos santos y sanos, con hijos ajenos al amor y al cariño verdadero y duradero. Así comenzaron a contagiarse. Las mujeres dejaron lejos su prestigio y vocación de ser útil y restándole importancia a lo honesto, a las buenas costumbres y plácidos quehaceres.

Por otra parte, aparecieron Sodoma y Gomorra. La prostitución cosechó su siembra maléfica y el desorden público se hizo comun. Por su parte, un buen grupo de damiselas perdió su pudor, su honor y sus encantos. Así, los hombres se prostituyeron, dieron mal ejemplo a sus hijos y este mal ejemplo cundió en la sociedad.

El vigor y la voluntad de la razón se fueron perdiendo; la energía natural se fue opacando por la desfachatez en el trato humano y la calamidad en los servicios públicos y el buen uso del dinero y del ahorro se ausentó del orden doméstico y familiar mientras la austeridad necesaria y oportuna cayeron en la ignorancia y el desdén.

Los países cada uno tomó su lado y, aunque escaso número de ellos mantiene su conformación en la educación y el prestigio, muchos llegaron fortalecidos por la fuerza y la arrogancia. Otros se robaron la tierra ajena y las propiedades de los demás y, por añadidura, diferentes estados se unen con otros para tener más poder y vigor en el trato inhumano y las últimas organizaciones manejadas por jefecillos odiosos y escandalosos sin ningún tipo de escrúpulos ni respeto olvidando al prócer mejicano que afirmó que “el respeto al derecho ajeno es la paz.”

Entonces, todas las conductas ordenadas y meritorias de ser reconocidas se abandonaron. Entre ellas a las sociedades matrimoniales de fondo sacramental. En efecto, hoy más que nunca las diferencias no son con lo malo sino con lo bueno. El divorcio, por ejemplo, ha llegado a volúmenes increíbles sin presentación de ocasión de arreglos justos y sanos. De esta manera, los hijos no se reparten sino que se dejan en ocasión del peor criterio y el peor abandono e indolencia para escoger la mejor alianza.

Al caer en el vicio del divorcio, sin vuelta atrás, la familia se diluye y se mezcla en lo desordenado; los pueblos se alejan y perecen en sus propias temeridades y destinos.

Todo lo bueno, como el matrimonio, el bautismo y la confirmación, se pierde en el ensayo de lo intrascendente y los números se pierden en el papel; al contrario, crece la compañía con el mal, el niño no tiene quien lo induzca al bautismo y se pierde el padrino y el confirmador.

Espero con ansias el cambio y toma de conciencia colectivos que devuelva a la familia a su reinado dentro de la sociedad y al matrimonio cristiano a ser la base de esa familia. ¡ Que así sea!

 

Luis Acosta

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