Diálogo de los muertos. Por Noel Álvarez

Luciano de Samósata fue un escritor sirio en lengua griega, de los primeros humoristas de la era cristiana. Su bien afilado cálamo le supuso muchos enemigos en su tiempo. Su lenguaje fue duro contra el poder de la época y le dedicó una sátira conocida como Diálogos de los muertos, donde los personajes, ya en el infierno, se acusan unos a otros de los desmanes que cometieron durante su vida

 

En Diálogos de los muertos, ocurren conversaciones entre dioses o figuras de la mitología griega y algunos personajes y héroes reales o ficticios de la Grecia clásica y helenística, incluso algún romano, en el siglo II d. C., entre los años 166 y 167. Estos diálogos, 30 en total, transcurren en el inframundo pagano griego, el Hades, por lo que la mayoría de los personajes ya han muerto. Por lo que se aprecia, ninguno de los que se encuentran en el tártaro se preocupó alguna vez por lo que señalan las Sagradas Escrituras, porque su interés se centraba solo en la riqueza material. 

 

En esta obra, Luciano pone a Emperadores, intelectuales, políticos, alacranes y otros bichos rastreros a dialogar sobre lo que tenían que haber hecho y que no hicieron. Ninguno quiere estar allí, pero ya no hay vuelta atrás. La preocupación de todos ellos es recuperar el dinero mal habido que dejaron en vida y que creen que Satanás les debe garantizar. Cada diálogo cuenta con dos o más interlocutores, por lo general un dios y un mortal, y se suele debatir sobre el destino que cayó sobre el hombre sometido al Hades. 

 

En todos los diálogos se exhibe un estilo coloquial muy fluido que describe un universo totalmente diferente al religioso, porque se adopta una perspectiva irónica, humorística y desmitificadora presidida por la ironía; con todo, el fin de esta obra es moral y ataca, por ejemplo, a los vanidosos, a los hipócritas y a los jóvenes que desean o causan la muerte de sus padres para heredar sus bienes. El escritor, intenta resaltar las opiniones y sentimientos de los condenados, creando una especie de secuela de cada mito en la posvida. 

 

Desde mi trinchera, arrinconado por la pandemia, acostado en un chinchorro trujillano, aprecio que el estilo adoptado por el escritor, Luciano, es particularmente sencillo y directo, capaz de suscitar hilaridad y asombro frente a las historias y puntos de vista de los personajes; pero también existen momentos de seria reflexión, los cuales, por supuesto, no llegan a alterar el carácter fundamentalmente cómico y teatral de los diálogos.  

 

En los diálogos se destaca la actitud apegada a la vida y a sus bienes de cada una de las almas que van llegando al infierno; narran brevemente sus oficios y sus cualidades y allí mismo son despojadas de ellas, de tal manera que, solo las cosas ligeras pueden llevar al Inframundo. Así, las almas no solo se verán despojadas de sus vestidos y riquezas, trofeos y otros premios, sino hasta de la misma mención y recuerdo de esas cosas: un filósofo deberá desprenderse de su barba y de sus cualidades de pensador; un atleta de sus músculos y títulos; un efebo gigoló, de su belleza; un soldado de sus armas, porque en el inframundo no le serán necesarias. 

 

Dos difuntos, el filósofo cínico, Diógenes y Pólux, conversan en los Infiernos. Diógenes le pide a Pólux, quien resucitará temporalmente, que lleve parábolas y consejos a una lista de personajes. A Menipo de Gadara, un pensador que se pregunta qué pasará después de la muerte; Pólux deberá decirle que solo lo superfluo será abolido en el Hades, pero que el intelecto no se perderá y, sobre todo, que casi todas las teorías de los filósofos sobre la materia infinita están equivocadas. A los ricos deberá decirles que, para qué guardan el oro y a cuenta de que se torturan calculando intereses y apilando talentos, si al cabo de poco tiempo tendrán que ir al Hades. 

 

También le comunicó Diógenes a Polux que debería decirle a un par de fuertes jóvenes, Megilo el corintio y Damoxeno el púgil que en el infierno no hay lugar para rubias cabelleras, ni para ojos claros u oscuros, tez sonrosada del rostro, mucho menos para músculos tensos y espaldas fornidas, sino que allí todo es polvo, solo polvo y calaveras despojadas de belleza. A los pobres, a quienes Diogenes consideraba numerosos y agobiados por su situación, Polux debería informarles que no deben llorar ni afligirse ante su futura muerte porque en el mundo de las tinieblas prevalece la igualdad.

 

Según Diógenes, la muerte parecerá bella solo para pobres, enfermos y desafortunados, ya que ellos no perderán nada en su transmigración al Inframundo al no haber poseído nunca nada ni siquiera en vida; es más, se divertirán con los lloros y lamentos de las almas de los ricos que lo han perdido todo, ya que en el Infierno reina la ley de la eterna igualdad entre los espíritus. 

 

Al conocer la no muy alentadora noticia, los potentados preguntaron si el infierno era un paraíso fiscal, comenzando a elucubrar sobre la manera de hacer contactos con los emperadores muertos para seguir haciendo negocios. Entre ellos se encontraba el rey Midas, soberano que le pidió al sátiro Sileno el poder de convertir en oro, todo lo que tocara y terminó arrepintiéndose, por los alimentos que nunca más pudo consumir. Según cuenta Luciano, Menipo de Gadara nunca dejó de fustigar las debilidades de los demás, incluso en el Hades se burlaba de la frustración de las almas ante la imposibilidad de cargar con las riquezas obtenidas a través del cohecho y la corrupción. «Mirá guaro, esos tipos si eran vagamundos», diría un trujillano.

 

Noel Álvarez

Noelalvarez10@gmail.com

@alvareznv

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