La crisis humanitaria en Venezuela también golpea a los militares

El sargento Tito –nombre cambiado a propósito– se pone su uniforme y sale a trabajar… como taxista: a los militares en Venezuela el sueldo no les alcanza, pero no dejan las fuerzas armadas por los privilegios que le dan.

“Yo soy padre de familia y como está la situación del país ese sueldo no me alcanza para nada”, dice a la AFP este suboficial del Ejército de 39 años, que pide proteger su identidad.

“Hago mis carreras de taxi y gano más de lo que gano en el otro trabajo, por eso lo hago”, agrega.

Hace viajes a otras ciudades. Desde San Cristóbal, en el estado Táchira, fronterizo con Colombia, va a la capital Caracas, completando unos 800 km en ruta. Puede ganar con ese trayecto unos 500 dólares, más de 60 veces su sueldo de 9 millones de bolívares, que equivale a unos 8 dólares.

Pero el uniforme es clave en este oficio.

El abastecimiento de gasolina es crítico en Venezuela desde hace meses, sobre todo en la provincia, lo que ha disparado los precios del transporte debido a la necesidad de adquirir combustible en el mercado negro o compensar las pérdidas de horas y hasta días en una fila para llenar el tanque.

Tito tiene vía libre, pues son los militares quienes controlan las estaciones de servicio. “Ese uniforme que yo tengo puesto representa respeto. Con el uniforme puedo entrar y salir a cualquier lado”, reconoce.

Si bien los sueldos de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana se fueron a pique, en medio de la más profunda crisis de la historia reciente de Venezuela, el poder de los militares es tan grande que la nómina es secundaria.

Principal sostén del régimen de Nicolás Maduro, los militares controlan –además de las armas– empresas de minería, petróleo y distribución de alimentos, así como las aduanas e importantes ministerios.

La oposición y oenegés denuncian redes de corrupción que han enriquecido a muchos oficiales.

En sus viajes de San Cristóbal a Caracas en su auto particular, el sargento Tito cobra 140 dólares por pasajero. Transporta a cuatro.

Tito comenzó a ‘escaparse’ del cuartel para hacer estos servicios cuando arrancó el confinamiento por la pandemia del covid-19, que en momentos de fortalecimiento de restricciones precisa de un salvoconducto –entregado exclusivamente por los militares– para circular por carreteras.

“No los paran en los retenes, no tienen problema para la gasolina”, reclama Eusebio Correa, de 57 años, un taxista de toda la vida. “Los militares que deberían estar cumpliendo funciones de seguridad, ahora están de choferes con uniforme”, critica.

José Pastrán viajó de Maracay a San Cristóbal (700 km) en un bus que manejaba un sargento. “Me cobró 20 dólares más 1 dólar por la maleta de mano, 21”, recuerda. “El contacto me lo hizo una amiga”.

Hay miedo y hambre

En Táchira hay militares taxistas de todos los rangos, hasta generales, afirman a la AFP fuentes del sector. “Para los permisos, a veces pido reposos médicos, uno se inventa hasta con los propios compañeros, conozco muchos que hacen este mismo trabajo y hasta superiores”, asegura Tito.

La teniente Jenny, de 32 años, que también pidió anonimato, ha pensando incursionar en el negocio, pero le da miedo que uno de esos pasajeros transporte drogas.

“A nosotros también nos paran en puestos de otros componentes militares o de la policía e imagina que venga yo a meterme en problemas por unos reales (dinero)”, afirma, aunque no está cerrada a la idea.

“Si son pasajeros referidos, ahí sí. Lo que gano no me alcanza y debo mantener a mi mamá y dos hijos”.

Para evitar problemas en algún retén policial, los militares acuerdan una historia con los pasajeros, como decir que son familia o que van al mismo destino.

El sargento Tito solo viaja si vende los cuatro puestos de su auto: “Siempre hay gente… Ahora mismo tengo clientes”.

Albañil, herrero y vigilante

Pascual, un costeño de 55 años, establecido en Venezuela desde 1984, es vigilante en un edificio al sureste de Caracas, donde devenga 50 dólares mensuales. Trabaja 48 horas seguidas y descansa las siguientes 48, pero no siempre es así.

Cuando hay suerte y sale algún trabajo, se aboca a la herrería y la albañilería. En un día dedicándose a los que eran sus oficios originalmente, antes de convertirse en vigilante, puede cobrar hasta 30 dólares.

Aún así no siempre le pagan en efectivo, a veces le dan el equivalente en comida. Él dice que cobra barato porque sus clientes son personas de la zona popular en la que vive. “Sé que hacen sacrificios, hay que ser consciente”, agrega.

La escasez de algunos materiales y el alto costo de otros lo han afectado.

“Trabajo hay, lo que no hay es la forma de hacerlo”, lamenta. Mientras tanto, debe hacer malabares para comprar la comida de todo un mes con su sueldo. Aunque asegura que la plata en Venezuela no rinde, descarta volver a Colombia porque cree que le costaría aún más conseguir trabajo.

Niñera y repostera

Dalila, de 57 años, llegó a Venezuela, de Nicaragua, 40 años atrás. Siempre había trabajado, por día en casas de familias. Ahora solo es niñera ‘fija’, es decir, duerme de lunes a viernes en la casa de la familia que la emplea.

Los fines de semana, cuando regresa a su casa, no descansa, pues los dedica a la preparación de tortas y yogures, con una habilidad que aprendió hace 18 años, cuando nació la última de sus cuatro hijos y decidió hacer un curso al ver el “exabrupto” que le cobraron por la torta para celebrar su nacimiento.

En un buen fin de semana puede vender hasta 60 porciones de torta, a un dólar cada una; y 30 potes grandes de yogur, a cuatro dólares cada uno. Por supuesto que no todo es ganancia, pero le sirve para complementar los 200 dólares que gana mensualmente como niñera.

“En otros tiempos estaba como reina, pero ahorita no. Yo lo hago porque me ayuda muchísimo a estar menos ahogada, yo le mando a mi papá, que está en Nicaragua, no mucho, pero siempre le mando; y a mi nieto le pago su colegio y lo ayudo”, cuenta.

Docente, taxista y recreador

Gemar Dávila es profesor titular de biología en una escuela pública, de una zona rural caraqueña desde hace 14 años. Su salario integral, como docente categoría 4 –de las 6 que hay en este país–, es equivalente en bolívares a 2,8 dólares. Con eso apenas puede comprar cuatro panes y medio kilo de queso blanco.

Hace cuatro años comenzó a trabajar en simultáneo como taxista.

“No es fácil”, confiesa, quien no siempre logra su meta de percibir entre 8 y 10 dólares diarios, para poder alimentar a su familia. Junto con su esposa, también docente y quien se rebusca dando clases personalizadas, también hace actividades de recreación los fines de semana.

Otros de sus colegas se dedican a la peluquería, repostería, decoración, o son vigilantes. “Para poder seguir manteniendo nuestra vocación, la mayoría ha decidido desarrollar otras actividades”, dice.

De momento, Germar está limitado porque tiene una falla en el carro que le costaría 150 dólares reparar. Según cifras, unos 300.000 maestros del sector público se han ido del país por no tener una buena remuneración. “Todos los empleados públicos están viviendo en la miseria”, asegura.

Empleadas domésticas y empanaderas

Mónica y Madeleiny Villarreal son dos hermanas maracuchas que trabajan como empleadas domésticas, en casas de familias caraqueñas, de lunes a viernes. Ganan entre 200 y 400 dólares mensuales cada una, muy por encima de lo que perciben muchos profesionales en ese país. Sin embargo, el dinero es insuficiente para mantener a sus respectivas familias.

El esposo de Mónica es conserje y solo percibe un salario mínimo (un dólar al cambio), más un bono de 20 dólares, y juntos tienen tres hijas. Madeleiny es madre soltera de una adolescente. Además, ambas mantienen a su madre. De allí que decidieran dedicar sus fines de semana a preparar empanadas.

El primer domingo vendieron 40 y ya tienen un récord de hasta 200 en un día. Cada una la venden a un dólar. “La ganancia nos alcanza para comprar comida y medicinas”, cuenta Mónica, quien cree que si se dedicaran a eso todos los días, quizás sí verían ganancias.

“Hay varios kioscos que nos han llamado, han probado las empanadas y han querido comprar para ellos venderlas, pero nosotras tenemos trabajo de interna y no podemos ahorita hacer eso, tal vez más adelante”, dice.

El Tiempo

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