San Juan Chamula: entre santos y mayas. Por Ernesto Andrés Fuenmayor

Los museos alrededor del mundo suelen seguir un mismo patrón: exposiciones curadas con información acerca del artista u objeto en cuestión buscan informar al visitante, por lo general con una coherencia temática a lo largo de todo el recinto.  En nombre de la objetividad y el conocimiento se suele tratar lo exhibido con cierta frialdad académica, lo cual es comprensible. Existen lugares, sin embargo, que a partir de su autenticidad y tradición expresan algo relativo a la condición humana que se le escaparía aún a la exposición mejor curada. Esto sucede en comunidades que mantienen vigentes siglos de costumbres, y es entonces cuando la ingenuidad le gana al cálculo y una visita al pueblo correcto permite entrever los matices que conforman el imaginario colectivo de una cultura como ningún museo podría hacerlo.

 

El estado mexicano de Chiapas, en la frontera con Guatemala, es un sitio de resguardo para la milenaria cultura maya. Allí se han mantenido comunidades casi intactas, el español queda frecuentemente rezagado y predomina el maya “tzotzil”, lengua con unos 350.000 hablantes nativos. Hacia el siglo XVI, durante la evangelización, el pensamiento mágico católico entro en contacto con la mitología nativa: se llevó a cabo un lento proceso de sincretismo religioso que aún hoy es observable. La comunidad chiapaneca de San Juan Chamula mantiene viva tradiciones que dejan en evidencia como el fervor creyente no distingue entre dioses o imágenes. En este poblado las deidades mayas fueron convertidas por los creyentes en santos católicos, en un proceso semejante al que llevaron a cabo los esclavos africanos del Caribe con sus deidades yoruba, dando pie así a la Santería.

                         

Al entrar a la iglesia de San Juan Chamula los sentidos del visitante se ven inmediatamente estimulados. En primer lugar, se observa que el piso está cubierto por una gruesa capa de pino, árbol sagrado de los tzotzil, dando un atrapante perfume de bosque al templo. La falta de bancos y sillas llama la atención, así como el hecho de que sus visitantes yacen arrodillados en posición de rezo frente a decenas de botellas de refresco e incontables velas, estas últimas constituyen la mayor parte de la iluminación interna. No es inusual presenciar el sacrificio de un gallo, animal utilizado para curar distintas enfermedades mediante un proceso de limpieza en el que se traspasan las energías malignas del paciente al ave, todo dentro de la iglesia. A los lados se observan decenas de santos, todos ellos con un espejo colgado, esto para que el creyente pueda confesarse sin la necesidad de un párroco, frente a frente con el objeto de su fe. De todos modos, no sería posible de otra manera, ya que en Chamula no hay presencia sacerdotal. Mitológicos animales maya adornan la cúpula, entre ellos un jaguar, y todos los creyentes visten sus atuendos tradicionales. Por último, se escucha una inocente música, de acordeón y tambor, que con su simpleza crea un ambiente de inexpresable valor místico.

 

Tanto el maya tzotzil como el esclavo yoruba sufrieron un violento proceso de evangelización que demonizó sus creencias hasta el punto de hacerlas ilegales. En consecuencia, producto de la desesperación, tomó lugar un complejo sincretismo religioso que actualmente sigue siendo observable. Es justamente esta diversidad en el pensamiento mágico y la cultura que hacen de América Latina una región de particular interés histórico, sin olvidar que dicho eclecticismo está profundamente vinculado al sufrimiento de incontables generaciones a lo largo de la colonia y aún después.

 

Ernesto Andrés Fuenmayor

 

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