El coronavirus cambia los rituales mortuorios en Perú

En la sala de su casa de madera, Joselyn García le habla a su madre, la saluda por las mañanas y le cuenta cómo le va vendiendo ropa por internet. Le platica como si pudiera oírla, como si estuviera ahí; pero no, el coronavirus se la llevó.

No importa, platica hacia la urna de mármol que guarda las cenizas de su madre, María Cochachín, frente a la cual enciende a diario dos velas rojas. Y le habla como si aún estuviese viva.

“Es como un desahogo”, dice Joselyn, de 25 años e hija única de la difunta, quien por décadas limpió las oficinas más importantes del Ministerio de Economía de Perú.

En un país acostumbrado a colocar a sus muertos bajo la tierra desde la época prehispánica, incluso durante cualquier epidemia previa, la aparición de urnas en las casas es un acontecimiento nuevo para Perú. Para las familias que se han quedado con las cenizas de sus seres queridos, los rituales mortuorios han cambiado y la sala o alguno de los cuartos de las viviendas son el nuevo camposanto para recordar a sus muertos, para platicarles.

Con la irrupción del virus en marzo, y a petición de las autoridades que buscaban evitar algún posible contagio e impedir que los cementerios quedaran copados, los cadáveres comenzaron a incinerarse por decenas, cientos, miles.

“No hay un precedente para esto”, dijo Christopher Heaney, profesor de historia de la universidad estatal de Pennsylvania y experto en ritos fúnebres de los Andes.

Los entierros en Perú datan de épocas previas a los Incas. Tras la conquista española los muertos se inhumaron dentro o cerca de iglesias y hospitales, y desde el siglo XIX en cementerios.

No hay evidencias sobre quemar cadáveres durante epidemias en Perú. Enterrar fue la tendencia incluso cuando una epidemia de cólera en 1991 mató a casi 3.000.

Sin embargo, al inicio de la pandemia en Perú, en marzo, las autoridades impusieron la norma más dura de la región sobre el destino de los cuerpos infectados por el virus: ordenó quemarlos debido al “peligro de la diseminación del agente infeccioso y el riesgo a la salud pública”. Otros países golpeados por la pandemia –entre ellos Brasil, México, Colombia, Chile y Ecuador— permitieron que los familiares también puedan enterrar a sus seres queridos.

A fines de abril, Perú permitió los entierros con hasta cinco acompañantes. En la práctica, pese a la norma más flexible, muchos familiares se quejaron de que no pudieron despedir a sus seres queridos impedidos por la burocracia de los hospitales y porque hubo autoridades que les decían que la única opción era la cremación.

De marzo al 13 de agosto, 4.686 personas fueron incineradas en todo Perú, según cifras del Ministerio de Salud del Perú proporcionadas a The Associated Press. El dato de cremados representa casi un 20% de los 25.000 fallecidos hasta esa fecha.

La señora María Cochachín está entre esas personas cremadas.

Cuando la madre de Joselyn murió el 24 de mayo, los funcionarios le aseguraron que el único camino para la fallecida era la cremación, “para evitar contagios y por protocolos”.

Semanas después, cuando le entregaron las cenizas, García se enteró que pudo haberla inhumado. Ahora, con frecuencia sueña que su madre le reclama por haberla incinerado. La señora deseaba que la enterraran en un ataúd blanco, recuerda su hija.

″¿Por qué me llevaste?”, dice García que su madre le dijo durante un sueño, en el cual la señora estaba sentada junto a una piscina, con alas de ángel cosidas con hilo negro y colgadas de la espalda.

Rolando Yarlequé jamás sueña con su esposa María Carmen, de 68 años, cuyas cenizas están en una urna junto a su cama en el diminuto cuarto que la pareja sin hijos rentaba en una barriada.

El albañil de 62 años no se resigna a tenerla ahí y quiere enterrarla, conforme dictan sus creencias religiosas. “Habrá un día en que la tierra devuelva a los muertos y en la biblia no se habla de la cremación”, dice el hombre, que se describe como evangélico.

Rolando está dedicado a ahorrar los 200 dólares que le dijeron necesita para sepultarla en un cementerio de la periferia de la ciudad.

Los entierros en Perú datan de épocas previas a los Incas. Tras la conquista española los muertos se inhumaron dentro o cerca de iglesias y hospitales, y desde el siglo XIX en cementerios.

No hay evidencias sobre quemar cadáveres durante epidemias en Perú. Enterrar fue la tendencia incluso cuando una epidemia de cólera en 1991 mató a casi 3.000.

De niño, el ingeniero químico Luis Sierralta, sus ocho hermanos y su madre Zoila Tineo huyeron de un ataque del grupo terrorista Sendero Luminoso que desde 1980 asoló el país por al menos dos décadas. Sus militantes destruyeron la hacienda familiar en los Andes y le cortaron el cuello a su padre. Hoy, 37 años después, la tragedia volvió a la familia de la mano del virus.

En Lima recompusieron sus vidas y su madre había alcanzado una vejez tranquila.

Trece días antes de morir, en su cumpleaños 73, la señora Tineo recibió casi un centenar de saludos telefónicos de sus familiares que la querían porque ella jamás olvidaba los onomásticos de ellos. No hubo fiesta, en casa guardaban cuarentena, habían comprado desinfectantes y eran cuidadosos en lavar todos los alimentos que adquirían, pero el virus traspasó la puerta del hogar.

“Sendero era selectivo en sus asesinatos, en cambio este virus no hace distinciones”, dice Luis, el ingeniero de 43 años, al recordar el momento en que su madre murió en sus brazos en una banca del área de emergencias del hospital Dos de Mayo. Él sobrevivió tras 18 días en una cama de cuidados intensivos.

Cuando por las tardes ingresa al dormitorio materno a prender una vela para que alumbre la urna, él afirma que todavía siente la voz de ella, “así como el sonido de sus ollas, platos y cucharas”.

Junto a las cremaciones, los entierros no se detienen, en momentos que mueren cerca de siete peruanos por hora, o 200 al día, y se reportan unos 7.000 contagios cada 24 horas.

Y si quieren enterrar a sus seres queridos, familiares de muchas de las víctimas tienen que buscar espacio en algún cementerio alejado de la capital. Rolando Yarlequé, el abañil, espera poder conseguir el dinero suficiente para inhumar las cenizas de su esposa.

“El Señor sabe que no he tenido plata para enterrarla, pero necesito enterrarla”, dice el viudo mostrando sus bolsillos vacíos.

“Si el Señor tiene la voluntad, me la va a devolver y nos vamos a encontrar en un paraíso donde no haya tristeza ni llanto”, confía.

AP

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