Castas, esclavos y nobles: construyendo razas en América Latina. Por Ernesto Andrés Fuenmayor

Hace aproximadamente dos siglos acabó el colonialismo en la mayoría de los países latinoamericanos. Era el fin del dominio monárquico, de la legitimación divina, de la estructura medieval. Las castas, un formato social-administrativo de la Corona, perdieron su sustento legal y fueron descontinuadas a lo largo de la región. Lo mismo con la esclavitud, cuya abolición no fue continental sino hasta 1888, cuando Brasil dio el paso final. Se acabó entonces con la licitud de estas tradiciones, aunque sus consecuencias materiales e intelectuales siguen definiendo la realidad socioeconómica de América Latina.

 

El sistema de castas y la esclavitud funcionaban según la misma lógica: hay una jerarquía innata entre seres humanos y esta está determinada a partir de la “raza”. Es decir, ciertas características dérmicas nos permiten definir la calidad o el valor de un individuo, y subyugarlo es legítimo si pertenece al grupo que consideramos inferior. Es una narrativa precientífica y biológicamente incorrecta: se le atribuyen patrones de comportamientos intrínsecos a ciertas etnias, se asume que las características literalmente superficiales determinan la capacidad intelectual.

 

Eran, por supuesto, otros tiempos. La principal autoridad moral era la Iglesia, una institución arcaica que en 1452 aprobó en bula oficial la esclavización de infieles. La cosmovisión dominante durante la época colonial era la de un orden divino, al desarrollo se le tildaba de herejía, el “otro”, juzgado como incrédulo, era un simple salvaje. No se hablaba todavía de Ilustración y la ciencia, ese sistema que busca comprender fragmentos del mundo físico estudiándolos meticulosamente, era demonizada.

 

Quedaba sólo el humano con sus ficciones, sus falsas interpretaciones de la realidad. Una de las ficciones colectivas más influyentes en la colonia fue la de la susodicha superioridad racial. Legitimó un sistema de estratificación con el que se oprimió a la mayor parte de la población, creando estigmas nefastos en torno a ciertos colores de piel. Era el racismo en su versión activamente institucionalizada y abiertamente segregadora.

 

Esta estructura creó brechas socioeconómicas insalvables en la población que siguen definiendo el panorama. Se tenía la certidumbre de la inferioridad del Otro y se le trató de esa manera, marginalizándolo económicamente. Aquí observamos los efectos del Teorema de Thomas, un principio sociológico infalible: aunque la narrativa que motiva una acción sea ficticia, las consecuencias de esta serán reales. Se asume erróneamente la inferioridad de un fragmento de la población, se le excluye en términos laborales y educativos, y consecuentemente se atrofia el desarrollo de ese segmento poblacional. La ficción que lleva al estigma reproduce una realidad que a su vez perpetúa el estigma: es un círculo vicioso perfecto.

 

Vemos entonces como la arcaica estructura colonial determinó los esquemas de prejuicio racial que observamos actualmente. La estigmatización pasó del ámbito público-administrativo al privado-subjetivo. En América Latino no es infrecuente escuchar que los indios o los negros son tontos, primitivos o de alguna otra manera inferiores al blanco. El contexto poscolonial que nos produjo nos enseñó a asociar un color de piel a un determinado estatus social, y una visión no crítica de las circunstancias podría concluir que es la “raza” de algunos estratos la que lleva a la precariedad, debido a falta de voluntad o de inteligencia en los individuos.

 

Es la misma narrativa colonial, intrínsecamente atada a la ignorancia, pero esta vez ya no en el medievo, sino irónicamente en la era de la información, del internet, del infinito acceso al conocimiento. 

 

Atribuirle características intrínsecas a un ser humano en base a su color de piel es anacrónico, espurio. Hay un consenso académico que desmiente a las “razas” humanas como un hecho biológico. La “raza” es, más bien, una construcción social, un artificio aprendido que define irrisoriamente la manera en la que percibimos al paisaje humano. 

 

Indiscutiblemente hay diferencias fenotípicas visibles y palpables, esto no es construido. La construcción se da al internalizar que estas diferencias también existen en el carácter o el potencial de cada quien. Construimos aquello que significa ser blanco, mestizo o zambo en el momento determinado que nos tocó vivir. Sacamos conclusiones a partir de nuestra muy limitada experiencia y desarrollamos diferentes prejuicios.

 

El racismo es, y siempre ha sido, un producto de la ignorancia. Allí nace, desembocando inevitablemente en la discordia y la marginalización. Es éticamente nefasto, socialmente conflictivo y científicamente irrisorio. Es una conceptualización primitiva de la realidad y vemos sus efectos corrosivos a diario, tanto en América Latina como en el resto del mundo.

 

Ernesto Andrés Fuenmayor

 

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