La paz colombiana y el monstruo bicéfalo. Por Luis Orozco (@LForzko)

De los diferentes acontecimientos que la intelligentsia (medios, intelectuales y academia) occidental catalogó como los puntos de inflexión que acabarían con la estabilidad institucional y la democracia en la última década, los acuerdos de “paz” del estado colombiano con las FARC parecía ser el más evidente.

Al fin y al cabo, Colombia siempre fue uno de los objetivos principales de La Habana y Caracas tras el auge del socialismo del siglo 21 y su expansión por Latinoamérica. Ya sea erigiendo gobiernos títeres y afines a sus intereses, o calcinando las instituciones de determinados países para  consolidar dictaduras que funcionaran como satélites.

Porque es el castrochavismo y su expansión  lo que ha definido la política latinoamericana en lo que va de siglo. Expansión que penetró en menor o mayor medida cada país latinoamericano con la excepción marcada de Colombia. Nación que durante la administración de Álvaro Uribe fue la única en oponerse a Hugo Chávez y a los hermanos Castro, al punto de convertirse tanto en paria como rival geopolítico dentro de Suramérica.

Durante dicho periodo, la figura a la que Venezuela y Cuba brindaron su apoyo para desestabilizar al estado colombiano fue a la guerrilla marxista FARC, organización terrorista que en su momento contaba con mayor poder que otras agrupaciones como la ETA, el IRA o el mismísimo Estado Islámico.

Y si dicha guerrilla no logró extender su influencia y socavar la democracia en Colombia fue por la efectiva y contundente política de mano dura y tierra quemada que Uribe ejecutó, al punto de invadir el espacio aéreo del Ecuador para bombardear bases del grupo guerrillero, protegidas por el entonces presidente Rafael Correa.

Fue aquí donde se hallaron las famosas laptops de Raúl Reyes y la información que confirmaba los vínculos de las FARC con Cuba y Venezuela. El escenario que se antojaba como el final de casi seis décadas de terrorismo y un irreparable daño a las ambiciones expansionistas de Caracas y La Habana.

Sin embargo, durante la presidencia de Juan Manuel Santos, su gobierno junto a la progresía internacional rescatarían a las FARC al inventarse un “proceso de paz” que en la práctica no era más que la sumisión absoluta del estado colombiano. Todo esto en lugar de continuar con la política uribista y así lograr su rendición o inevitable desaparición.

En un ejercicio colectivo de Chamberlainismo, se decidió que era útil negociar y darle un voto de confianza a una agrupación comunista y narco terrorista que a lo largo de casi seis décadas han asesinado, secuestrado, torturado y violado a una cantidad innumerable de gente inocente. Incluso han reclutado a sus filas a niños y niñas, tal como se aprecia en las mórbidas distopías africanas.

Lo hecho por el gobierno de Santos era como si un país Europeo decidiera acabar con el Hezbollah brindándoles impunidad, evitando poner un dedo en el dinero generado por el terrorismo y el narcotráfico, e incluso asegurándoles legitimidad absoluta y estatus político mediante la entrega de escaños en el Congreso y Senado sin necesidad de ir a elecciones.

Y de existir algún grado de escepticismo por parte de los terroristas, se les propondría realizar las negociaciones a puerta cerrada nada más y nada menos que en un país aliado y patrocinador tanto de sus actos criminales como los de otras agrupaciones similares.

Incluso, se crearía una justicia paralela que se encargaría de garantizar el cumplimiento de estos acuerdos, colocando como sus figuras principales a quienes los terroristas vieran más convenientes, junto a varios políticos y activistas de izquierda. Ya saben, aquellos que en su relativismo moral defienden a cualquier genocida y violador de derechos humanos que emita narrativas antiimperialistas o humanistas.

Lo más indignante fue que se llegó a realizar un plebiscito en el que el pueblo colombiano, con anacrónica racionalidad y consciencia política para los estándares latinoamericanos, votó en contra de lo acuerdos al notar con claridad lo que estos significaban.

Sin embargo, con el dinero blanco se hizo un lobby de dios padre que logró posicionar a los factores de poder a nivel mundial a favor de unos acuerdos que representaban la victoria absoluta de las FARC, y el predecible escenario prebélico que ahora protagonizan la tiranía venezolana y el gobierno colombiano.

La progresía internacional y los políticos colombianos que apoyaron (y apoyan) los acuerdos de “paz”, no es que hayan creído que los colombianos eran idiotas y no pensarían sobre los potenciales riesgos de estos acuerdos.

Es que estaban convencidos.

De su imperdonable irresponsabilidad se ha aprovechado el castrochavismo para iniciar un proceso de desestabilización progresiva, cuyo fin no es más que la adhesión de Colombia a la zona de influencia cubana. Tener control sobre el mayor exportador de cocaína a nivel mundial y principal aliado de Estados Unidos en Sudamérica, tal como se logró con Nicaragua, Bolivia y Venezuela.

Es en este contexto en el que las FARC juegan el rol de la pieza castrochavista dentro del tablero político colombiano.

Con todo lo que ha ocurrido tras el rearme de Iván Márquez y Jesús Santrich, las FARC se han convertido ahora en un monstruo bicéfalo con inmunidad parlamentaria y estatus político para desestabilizar al sistema desde sus entrañas, y con poder de fuego y ayuda de todo el  aparato militar y de inteligencia venezolana para operar y atacar desde afuera.

Con los acuerdos de “paz,” las FARC cuentan ahora con la posibilidad de arrinconar al estado colombiano por todos los flancos, incluido en el internacional. Porque para nadie es un secreto que además de los regímenes de Venezuela y Cuba, el Foro de Sao Paulo (que más temprano que tarde generará en el Grupo de Puebla) también juega un rol preponderante en su objetivo de minar las democracias latinoamericanas para erigir regímenes castrochavistas en cada una de sus naciones.

Con los últimos ejercicios militares que Nicolás Maduro ha puesto en ejecución en las zonas fronterizas, su régimen socialista asegura no solo desviar la atención de la tragedia interna y de su protección a las FARC y al ELN.

Con sus acciones, allanan el camino para que el partido de las FARC pueda consolidar su posición política al formar parte del consenso nacional que se posiciona en contra de Márquez y Santrich y se mantiene a favor de la “paz”.

De hecho, siendo esta el principal problema político y de seguridad nacional que se ha de resolver, el partido de las FARC tendrá un rol determinante que les dará mayor protagonismo en el debate político, y por ende, mayor relevancia dentro de las decisiones de peso que se habrán de tomar. Dicha situación les facilitará las alianzas con los partidos políticos antiuribistas, y de esa manera podrán extender su influencia.

Lo más preocupante es que este periodo de gracia y de infinitas posibilidades de crecimiento durará siempre y cuando  se mantenga su facción armada, la cual parece contar con longevidad asegurada mientras dure la dictadura chavista.

En este escenario, Colombia se encuentra amenazada internamente por un partido de terroristas y narcotraficantes comunistas que acrecentará su poder e influencia, mientras su brazo armado amenaza la seguridad nacional para desestabilizar al estado y las instituciones detrás del manto protector del régimen venezolano.

Se trata un monstruo bicéfalo en el que ambas cabezas forman parte de un mismo cuerpo, sincronizadas armoniosamente por un mismo fin. Un monstruo que nace de la cosmovisión castrochavista y el colaboracionismo de buena parte del antiuribismo.

Porque como ocurrió con el imperio romano, su final y eventual desaparición no fue culpa de los bárbaros que calcinaron la ciudad, sino de aquellos políticos romanos que por su irresponsabilidad y decadencia facilitaron su ingreso.

Luis Orozco / @LForzko

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