Indígenas venezolanos rehacen su vida en Brasil añorando el Orinoco

Vestido con una camiseta de una escuela de samba brasileña, el cacique warao Auxiliano Zapata se emociona al pensar en volver a su tierra natal, en Venezuela. Pero con la difícil situación de su país, sabe que su futuro y el de su familia están ahora en un refugio para indígenas del estado fronterizo de Roraima.

Habituados a alternar la ciudad con su hábitat tradicional, en el delta del Orinoco -donde vive la mayoría de los cerca de 20.000 waraos- los miembros de esta etnia fueron los primeros en cruzar la frontera hacia Brasil huyendo de la crisis.

“No había medicina, no había comida, no había transporte, no había nada. Todo era demasiado caro. Para venir tuve que vender todas mis cosas. Tenía televisor, teléfono celular, freezer”, cuenta Auxiliano a la AFP en el patio del refugio Pintolandia, de Boa Vista (la capital de Roraima), que aloja a unos 600 waraos.

Junto a su esposa y su hijo de 12 años, lleva cinco meses allí y aprecia las mejoras del lugar, gestionado en conjunto por el gobierno local, el Ejército, ONG y el apoyo de Acnur (Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados).

La tierra fue recubierta por pedregullo blanco, se marcó con arena una cancha de vóley -que nunca está vacía- y se está construyendo un nuevo módulo para colgar otros cientos de hamacas paraguayas para el descanso.

Indígenas warao venezolanos en un refugio en el estado brasileño de Roraima, el 21 de agosto de 2018© AFP Mauro PIMENTEL

Y aunque todavía no ha conseguido un empleo, su familia ahora tiene comida, techo, seguridad y escuela.

“Yo me volvería para Venezuela, pero tengo que esperar para ver si se acomoda un poco [la situación]. Fui hace tres semanas a ver a mi papá, que está cuidando nuestra casa, y allá no hay nada”, afirma.

“No le voy a contar nada más porque me voy a poner triste”, dice.

Su mayor dolor son sus hermanos indígenas que no alcanzaron a emigrar, muchos de ellos víctimas de la tuberculosis o el sida, dos enfermedades con alta prevalencia en su pueblo.

Artesanos

Jóvenes indígenas warao jugando en un refugio en el estado brasileño de Roraima, el 21 de agosto de 2018© AFP Mauro PIMENTEL

La mayoría de los warao que emigraron a Brasil ya tenían contacto con la vida urbana debido a su forma “estacional” de moverse por el territorio; siguen los flujos turísticos, van a las ciudades a vender artesanías o desempeñar otras actividades de sustento, explica el antropólogo Emerson Rodrigues, que trabaja en el refugio Pintolandia.

Muchos warao transitan ahora por varias ciudades de Brasil, incluyendo Pacaraima y Boa Vista, ambas en Roraima, pero también Manaos (Amazonas) y Belém (Pará).

“Este es un espacio seguro, donde pueden quedarse y construir alguna perspectiva”, apunta Rodrigues.

Además de garantizarles la atención a las necesidades básicas, los profesionales que trabajan allí buscan estimular la autonomía económica de las familias. Esto incluye ayudarlos a vender sus artesanías, conseguir trabajo o asegurarse de que todos colaboren con las tareas domésticas del refugio, como la cocina comunitaria.

“Saben que están de paso (…), no tienen la idea de volver ahora mismo. Vienen, trabajan, juntan dinero, vuelven a llevar ese dinero y comida [a su país], pero no van a volver definitivamente hasta que haya una perspectiva [de mejora]”, afirma el antropólogo.

Nostalgia del río

Indígenas warao venezolanos preparando comida en un refugio en el estado brasileño de Roraima, el 21 de agosto de 2018© AFP Mauro PIMENTEL

Es la hora del ocaso y niños de varias edades se aglomeran alborotados en el patio a cielo abierto del refugio Janokoida de Pacaraima, unos 200 km al norte de Boa Vista, en la frontera venezolana.

Animados por un pequeño parlante que toca reguetón, algunos juegan al vóley o al fútbol mientras grupos de adultos asan pollos o tortillas en varias fogatas.

Los administradores del refugio les ofrecieron al principio viandas preparadas, pero los indígenas prefirieron salir al monte a recoger leña y preparar su propia comida, cuenta Socorro Lopes dos Santos, una lingüista brasileña que asumió hace seis meses la coordinación del Janokoida, que alberga a 426 personas.

Al igual que en Pintolandia, se hace oír a menudo la nostalgia de la presencia del río, de la recolección de semillas de burití para sus artesanías y de la caza y la pesca.

“Hace poco hicimos una actividad grupal, les pedimos que pintaran y todos los dibujos tenían agua”, ilustra Socorro.

“Son una comunidad que precisa encontrarse y estamos intentando ayudarlos a buscar nuevos caminos, ya sea dentro de Brasil o de retorno a su país de origen”, indica.

Al imaginar su futuro, Auxiliano no descarta la posibilidad de ir a probar suerte a Manaos.

Pero su idea de “vida buena” se mantiene intacta: “Dios quiera que recuperemos nuestro país para por lo menos regresar”.

DC / AFP

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