Contaminación visual, por Luis Barragán (@LuisBarraganJ) 

El paisaje rural y urbano venezolano ha cambiado, gracias a la tupida propaganda oficialista. No hay rincón en caseríos, pueblos y ciudades que no ostente el rostro del extinto presidente y el de su sucesor, además de la autoridad local políticamente afín, reforzando la monotonía del deterioro que los enmarca. 
 
Nuevos y viejos, son infinitos los afiches, grafitis, vallas y demás motivos iconográficos que amparan la noche y el día en calles y avenidas, por no citar las dependencias gubernamentales, sea oficina de tránsito terrestre, ambulatorio, abasto o lo que una vez se llamó jefatura civil. Donde sobran los nombres presidenciales, faltan los alimentos y medicamentos indispensables. 
 
Hay hogares – sobre todo en los barrios populares – necesitados de esa distinción iconográfica, pues, de no tenerla, los mal vistos por las juntas comunales y grupos similares de defensa del gobierno nacional, gozarán más de las agresiones que de la ayuda efectiva en el contexto general de las necesidades cada vez más apremiantes. Lo poco que puede llegar a las profundidades de la miseria, si el hampa lo permite, depende de las simpatías visibles hacia el régimen. 
 
Las vallas comerciales que antes sensatamente cuestionábamos, trenzando toda la vialidad pública, encuentran el apurado reemplazo en el gesto beisbolístico de uno u otro mandatario, cuarteado por la lluvia y el sol. Obviando la extraordinaria demanda de viviendas, los pocos edificios construidos por el gobierno exhiben una gran rúbrica, como aspiran exponer aquellos invadidos por años para tramitar el reconocimiento de la ocupación. 
 
Excepto las panaderías, barberías y cadenas privadas que sobreviven, marcado el atraso ornamental, el pretexto gráfico recuerda la deuda que – aseguran – tenemos con las entidades comercializadoras del Estado incapaces de facilitar los insumos básicos. Queda como un recuerdo desvencijado, aquellos murales de décadas pasadas, en carnicerías y bares de dudoso prestigio que contrataban a un decorador de ocasión, a veces, inadvertidamente todo un artista, pero – poco a poco – esos los locales estampan en sus paredes las pancartas adhesivas que puntualizan la prohibición de fumar, de portar armas y municiones, de discriminar racialmente, de incumplir con las obligaciones tributarias, el pago del seguro social o de la electricidad, mordiendo polvo y humedad. 
 
En días pasados, por mandato expreso del médico que exige la mayor precisión de sus resultados, fuimos a una clínica privada a realizarnos varios exámenes, aunque la falta de reactivo postergó el más simple de ellos, funcionando a  medias el laboratorio clínico. Y nos llamó la atención que hubiese una pieza de Rafael Barrios a la entrada, como ya no se ve con la frecuencia de antes: quizá el hábito de convivir con estas pequeñas muestras de arte, en determinados lugares, no permite reparar sobre la excepción y, agreguemos, la descuidada muestra de José Campos Biscardi en Caurimare – al este caraqueño – podrá faltar algún día, sin que a nadie le duela, como ocurrió con la pieza de un artista olvidado al oeste, después que el otrora alcalde – Aristóbulo Istúriz – se antojara de una transformación de la avenida, quedando la arquitectura colegial del San José de Tarbes  como el único alivio del tránsito que ya ni las torres del Centro Simón Bolívar – por cierto – cumplimentan. 
 
Espesa contaminación visual, el ciudadano reclama un mayor respiro para sus pupilas. El régimen está presente en toda la porosidad cotidiana, intentando explicar el mundo y las cosas como rudimentariamente trató de hacerlo Antonio Guzmán Blanco y su insatisfecha vanidad ecuestre. 
 
DC / Luis Barragán / Diputado AN / @LuisBarraganJ

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