Entre el ardid y la epopeya: mesianismo y corporación. Por Luis Barragán (@LuisBarraganJ)

La pretendida escuela y tradición ideológica, devino religión política explicando el siglo XXI venezolano. Compilación dirigida por Luis Alberto Buttó y José Alberto Olivar, bajo el título “Entre el ardid y la epopeya: Uso y abuso de la simbología en el imaginario chavista”, bajo el sello de  la  Editorial Negro Sobre Blanco (Caracas, 2018), también destacan, complementándose extraordinariamente, Thays Adrián Segovia y  “De la redención al sacrificio: retórica de Hugo Chávez a propósito de su enfermedad” [177-204];  Luis Fernando Castillo Herrera, “Amor y persuasión: el chavismo y la aplicación de elementos icónicos en la consecución del poder” [205-239]; y María Elena Ludeña Parján, “La música como elemento movilizador de las lealtades políticas en el gobierno de Nicolás Maduro” [231-249].

 

El ascenso del llamado chavismo al poder, respondió a la inmensa catástrofe política, social y económica que logró exitosamente versionar, apelando a la imaginería histórica y religiosa para alcanzar el terreno consumado de la liturgia, facilitada también por el empleo de la música, cual herramienta de manipulación emocional, modelador de conductas [177,180, 190, 234 s., 239].  La nuestra es, quizá, una experiencia pocas veces vista en la edificación de un mesianismo pretoriano, según la categoría contribuida por Castillo Herrera, que no es otra distinta a la del control militar de la política [210], aunque materialmente no hubiese sido posible sin las bonanzas petroleras de la centuria.

 

Indispensable, se alzó un poderoso mito que, como todo que se respete, reelaboró cuanto hecho precedente hubiese, por lo menos, en el equipaje cultural de sus oficiantes, convertidos en restauradores del pasado [189], siéndole una tarea fundamental la de recuperar y sacralizar fechas conocidas [191], por supuesto, aportando lo caprichosamente propio a un almanaque de conmemoraciones inauditas. Copioso calendario que ha impuesto el hábito de quemar las divisas escasas, mediante los fuegos artificiales obviamente importados que, de vez en cuando, notifican la existencia de la dictadura, aunque nunca competirán con el radical sincretismo del “mesías (que) había descendido con su túnica verde camuflaje (y su) mensaje de la nueva era”, importando poco la orfandad de iniciativas económicas y sociales concretas [212]. Y bastará con invocar textos, como la denominada Agenda Alternativa Bolivariana o el Cuaderno Azul, piezas de un evangelio tan inútil, anacrónico o convencional: propios de un pensamiento mágico-religioso, versamos sobre textos que delatan un asombroso retroceso en el terreno mismo de la cultura política de compararla con la centuria precedente.

 

De tamaña flaqueza, el mesianismo engranó con el pretorianismo subyacente, por una simbiosis o fusión, procurada por el líder [210, 213, 216], que, igualmente, nos lleva a confundir el sustantivo con sus adjetivaciones.  A nuestro juicio, los intereses corporativos suelen mantenerse en pie, aunque – digamos – antropológicamente apelen al mesianismo, o económicamente al mercantilismo, pudiendo tomar otras opciones que no alteran una definición de fondo en el mismo tránsito irwiniano del pretorianismo al militarismo.

 

Luego, la suma de uno y otro elemento, el militar y el mesiánico, inevitablemente nos lleva al uso de la violencia para la entronización del poder hoy establecido que tiene, por un excepcional y presunto cauce pacífico, por ejemplo, el de la multiplicación de los que se ha conocido como “puntos rojos”,  actividad proselitista, frecuentemente estridente, que permite o pretexta la recolección de firmas para la derogación del célebre decreto de Obama [234, 248]. Canalizando y abaratando el ineludible activismo proselitista del régimen, no sustituye ni sustituirá a las bayonetas que le sirven de soporte real, al apuntalar la abusiva influencia del sector militar en la sociedad, según la ya clásica aproximación de Domingo Irwin [210].

 

De claro trasfondo religioso, proveniente de las filas armadas, Chávez Frías hizo su auto-presentación como el hombre providencial [182], suscitando una categoría: la del mesías pretoriano. Versamos sobre un “concepto que engloba la esencia populista y subjetiva de un proyecto de Estado totalitario, sustentado en la idea de la desigualdad social como resultado de un modelo corrupto representado por los partidos de vieja data, donde la figura de Simón Bolívar se ubica como estandarte visual, moral e ideológico de un grupo que se atribuye un carácter providencial” [206 s.].

 

Mesías excluyente y selectivo, divisor de las masas, bajo vigilancia pretoriana [209, 238]. No obstante, con el cabal desarrollo de la mitología y el filo de las bayonetas, caracterizada la sucesión, no otra que la de madurato, por el discurso absolutamente irracional y la represión, tenemos algo más que un vigilante corporativo.

 

En condiciones y niveles superiores de calidad de vida, principiando la centuria, pudimos ofrecer una mejor resistencia, pero – hoy – al deterioro material generalizado, unimos el de carácter espiritual, ético y moral que va galopando. La tarea publicitaria y propagandística del régimen, lo emplea a fondo en la religiosidad política y, a pesar de la ineficacia de los sumos sacerdotes, sobreviviendo al percance trágico y decisivo de su enfermedad y muerte, se levanta fantasmal Chávez Frías, cual póliza cultural de seguro.

 

Hizo de la enfermedad una batalla ejemplar [194], despertando la devoción de propios y, por lo menos, el escepticismo de los extraños, dando por realizada una obra que hizo útil su sacrificio [188]. E, independientemente de los métodos chavistas para asegurar el apoyo electoral [207], bien señala Adrián Segovia el significativo tránsito de mesías a mártir, contribuyendo al bienestar colectivo [200 ss.], protagonizando el altar, pues, quizá por la ya muy remota la década, los mártires de los sesenta no sólo quedan muy atrás, sino que, en nada, ayudan a la necesidad de supervivencia del régimen que goza de su propio e intransferible relato al partir del 4-F.

 

Algo muy distinto es emplear a fondo, la imagen y el audio de Alí Primera, caso ubicado con exactitud por Ludeña Pariján [235 ss., 244 ss.], a quien no exceden de su papel complementario en el canto litúrgico, por lo demás, de un lado, saturador de las emisoras oficiales y del mismo metro de Caracas, poblándolo de resignado hastío ante la precariedad de sus servicios; y, por el otro, muestra evidente que la tal revolución ya no puede replicar el fenómeno cubano de la Nueva Trova.

 

Lo más importante es que, como todo mito, la promesa es la del eterno retorno, el renacimiento, el regreso, la resurrección [196 s.], apostando por la supervivencia del enemigo interno y del rol de los aparatos de inteligencia para recrearlo [209 ss.], pero el régimen está culturalmente desindustrializado y esa movilización y sensibilización que concede, por citar un caso, la música de protesta, queda reducida a la nostalgia de sus tiempos de expansión, atribuidos a la renovación universitaria y al Congreso de Cabimas [246].  Queda en pie, el vigilante corporativo frente al paisaje de un chavismo políticamente desahuciado y al que apelan sus sucesores desesperadamente por  lo que fue una poderosa simbología.

 

Ya no hay promesa valedera y las fáciles consignas, por mucho abolengo bolivariano que expongan, como el de la “mayor suma de felicidad posible”  [183], únicamente quedan para la denominación de ministerios o viceministerios. Luce insólito que la propia verborrea se convierta o trate de convertirse, sustituyéndolo, en un programa político, gravitando en un vacío teológico.

 

Los tres autores en cuestión, mueven el alfil sabiamente para suscitar un debate en los casilleros todavía enmudecidos, pues, de un modo u otro, la prédica oficialista asoló a quienes – supuestamente –  la adversaban. Quedamos ubicados frente a la corporación armada, cuyo turno de vigilancia ha pasado.

 

DC / Luis Barragán / Diputado de la AN / @LuisBarraganJ

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