Venezolanas desesperadas se ven obligadas a prostituirse en otros países

Bajando por un estrecho camino de tierra se llega a un pequeño bar en una isla. Carla, de 37 años, camina ansiosamente de un lado a otro en la entrada. Está esperando noticias de su hijo, que está a 600 kilómetros de distancia y enfermo. Esta mañana le transfirió dinero a su madre para que comprara una medicina para el niño, pero la mujer no estaba segura de poder encontrarla, reseñó El Nuevo Herald.

“Duele más ver a mis seres queridos sufriendo que sentir tu propio dolor”, dice. Habla como alguien que ha estudiado mucho, algo extraño en este lugar.

Finalmente su madre la llama. Encontró la medicina a través de los comerciantes del mercado negro, los llamados bachaqueros. Costó mucho más de lo normal, pero al menos pudieron conseguirla.

“Esa es la razón por la que estamos aquí”, dice. “Llegó el momento en las cosas se pusieron tan mal, cuando no teníamos comida, ni dinero, no podía cuidar a mis hijos y dije: ‘¡Ya! ¡Basta!’ “Era irme yo o verlos morir”.

Carla —cuyo nombre real no revelamos por la sensibilidad de su situación— trabajó durante muchos años de enfermera titulada antes de dejar Venezuela y venir a Anguila, un territorio británico del Caribe, para convertirse en trabajadora del sexo. Ella nunca se había prostituido, hasta que la crisis política y económica en Venezuela hizo que fuera una manera de mantener a sus hijos y a su madre.

Liliana y su esposo, dueños del bar donde trabaja Carla, son parte de una red que recluta a mujeres en Venezuela y las traslada a las islas para ejercer la prostitución. Organizan sus visados de turistas, la compra de sus boletos de avión y también les dan alojamiento en una habitación pequeña en la parte de atrás del bar. Duermen en la misma habitación donde reciben a los clientes.

“Si pudiera, trabajaría día y noche”, dice Carla, “hasta que mi cuerpo no pueda más. Esa es la única razón por la que estamos aquí. No es ni para paseos turísticos ni para ir a la playa”. Tiene que pagar a los dueños del bar y enviar dinero a casa.

Aunque no se conoce la cifra exacta, se cree que en los últimos tres años miles de venezolanas han renunciado a sus empleos para dedicarse a la prostitución en el extranjero. Al principio muchas se fueron a Colombia, pero poco a poco se les hizo más difícil ganar dinero allí debido a conflictos con las prostitutas colombianas, que perdían clientes y sufrían el hostigamiento de las autoridades colombiana de inmigración. Así las cosas, las venezolanas comenzaron a irse a lugares más lejanos. Hoy se las puede encontrar en la mayor parte del Caribe.

María comparte el almuerzo con un cliente. Belinda Soncini Especial para el Nuevo Herald
María comparte el almuerzo con un cliente.
Belinda Soncini Especial para el Nuevo Herald

Las venezolanas llegan regularmente a Anguila, donde están algunas de las playas más hermosas del mundo. Pero la mayoría nunca ve las playas. Están casi todo el tiempo en los bares como el que maneja Liliana.

Liliana, que se siente apenada por ellas, cree que les está prestando un servicio al ayudarlas a alimentar a sus familias. El hecho de que se esté aprovechando de la desesperación de estas mujeres no le molesta. Lo ve como un beneficio mutuo

“Soy dominicana pero prefiero a las niñas de Venezuela”, dice Liliana. “ Y los clientes las prefieren. Probablemente porque están tan desesperadas por dinero que hacen cualquier cosa para hacerlos felices”.

María y Juana están sentadas junto a Carla. Pidieron que no se revelaran sus nombres reales y ciudades de origen por miedo a las represalias, y porque no quieren que sus hijos sepan de qué viven.

“Preferimos morir a que nuestros hijos o padres sepan lo que estamos haciendo aquí”, dice María, de 25 años y la más joven del grupo. “Trabajé como administradora de empresas”, explica. “Pero ahora los trabajos no pagan lo suficiente. Esto no es lo que quiero hacer. Pero es la única manera que tengo para mantener a mi familia”.

Carla culpa al gobierno del presidente Nicolás Maduro y a sus políticas económicas: “Destruyendo negocios, se destruyen empleos. El gobierno que tenemos es fatal y mortal”.

Juana, de 31 años, trabajaba para el gobierno. Pero cuando comenzó a criticar las políticas oficiales, perdió su empleo. “Mis hijos no podían comer aire y vivir en la calle”.

Explica que al principio fue muy difícil. “Es horrible acostarse en una cama con un hombre extraño”, dice. “Hay días que me despierto llorando, me hace falta mi familia y añoro mi tierra, Venezuela”.

Estar unidas las ha ayudado. Cuando una de ellas se deprime, las demás siempre le tienden la mano o un hombro para llorar y recordarse la una a la otra las razones por las que tienen que trabajar en esto.

Una casa abandonada en la isla caribeña de Anguila, donde los clientes llevan a las mujeres. Belinda Soncini Especial para el Nuevo Herald
Una casa abandonada en la isla caribeña de Anguila, donde los clientes llevan a las mujeres.
Belinda Soncini Especial para el Nuevo Herald

Carla explica que trabajar como prostituta “se ha convertido en un círculo vicioso. Primero te dices que estás haciendo esto porque es necesario para pagar la vivienda. Después, la comida, luego los medicamentos. Entonces, tu madre necesita algo. Y así, los días se convierten en semanas. Las semanas se convierten en meses. Y cuando vienes a ver la vida se te ha pasado haciendo este trabajo”.

La mayoría de las mujeres solo habla español, por lo que nunca llegan a conocer a nadie en la isla, de habla inglesa. Y muchos de los isleños, especialmente las mujeres, no las quieren.

El dueño de Tasty’s, un restaurante popular, dice: “Esta es una isla cristiana. Sabemos que las cosas están muy mal en Venezuela y que estas mujeres necesitan dinero, pero nunca antes habíamos tenido este problema con la prostitución y la gente no quiere eso aquí”.

Un cliente, barman en un hotel de la isla, tiene una opinión diferente. Él siente lástima por las venezolanas. Visita a una de vez en cuando. “Yo siempre me aseguro de que ella coma”, dice. “Se enamoró de mí, pero no me voy a casar con ella. Yo tengo mi novia”.

“Lo peor que puedes hacer”, dice María, “es enamorarte de un cliente. La gente no lo piensa, pero nosotras también necesitamos cariño”.

P.

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