El guzmancismo del actual régimen, por Luis Barragán (@LuisBarraganJ)

Siendo distinto el culto en otros países, el bolivarianismo gubernamental venezolano  sabe de tres aportes innovadores y decisivos: el de Antonio Guzmán Blanco, el de Eleazar López Contreras y el de Hugo Chávez Frías.  El de éste, por cierto, coincide con la perspectiva del positivismo que, tratando de legitimar el centralismo autoritario, también vociferó incansablemente sobre el “lúgubre panorama del pasado inmediato”, según la expresión de  Elías Pino Iturrieta en su “El divino Bolívar” (Los Libros de la Catarata, Madrid, 2003: 149); además, vociferación que recala en el “paroxismo  [de] la obsesiva presencia de Bolívar en el discurso tanto cotidiano como oficial”, entroncándolo con el fascismo mussoliniano, de acuerdo con la sentencia de Manuel Caballero en su “Por qué no soy bolivariano” (Alfadil, Caracas, 2006: 85).

El culto del siglo XXI tiene más del XIX que del XX, tratando de escamotear la situación real en la que coinciden, salvando – obviamente – las distancias. Oscar Battagini en su “De la Guerra Federal al Gomecismo (1859-1935)” (Galac, Caracas, 2012: 146-188), entre otras, advierte tres características de la gestión bolivariana de Guzmán Blanco: la autocracia continuista, la falsa modernización y el delictivo endeudamiento.

Primus inter pares, el mandatario nacional logró y sostuvo una alianza de caudillos regionales que garantizó el perfeccionamiento del régimen surgido del Pacto de Coche que, cierto, no tiene equivalencia en la presente centuria, pues, muy a lo contrario, arrollando el liderazgo que emergió de la consabida descentralización, Chávez Frías inició y  delegó en sus agentes o procónsules el ahogo sistemático de las realidades locales; empero, el resultado ha sido más o menos semejante, si de dictadura hablamos.  Lo poco o mucho que consiguió el hijo de Caracas, le permitió un espléndido maquillaje de la ciudad capital, legando una ilusión de modernidad con retoques muy modestos para un Estado que tardó todavía en hacerse efectivamente nacional, mientras que el hijo de Sabaneta, propietario de los fabulosos ingresos petroleros, remendó nuestras metrópolis, encaminándolas a su “ruralización”, agigantando al Estado que, a la postre, ha dejado de serlo en función exclusiva de su dirección política.

Observamos, hay matices que no ocultan una esencial coincidencia: la profesión de fe bolivariana harto utilitaria, y el endeudamiento ilimitado. Al respecto, apartando el asunto de las concesiones ferrocarrileras que guarda alguna familiaridad con la otra Apertura Petrolera y el Arco Minero de estos días, Guzmán Blanco destacó como  artífice de los interminables y urgidos, como inflados, empréstitos, gestionados y contratados en el exterior, siéndoles personalmente tan rentables así ahorcaran la economía nacional afincada en los puertos, redundando en nuestras precariedades.

Maduro Moros ha continuado con la pauta marcada por su predecesor y, aunque no halla a alguien que temerariamente le preste, persiste en la diligencia pagando puntual e íntegramente el servicio de la deuda que alcanza cifras inéditas y colosales para Venezuela. Contradicho el discurso del sector político e ideológico que representa, a juzgar por las postrimerías del siglo pasado, hay especialistas que advierten la necesidad de proteger los intereses de una poderosa boliburguesía financiera, la que lo sostiene, entre otros escasos factores, amparada por una contratación continua de la que, a estas alturas, muy poco se sabe, bajo condiciones peores que paradójicamente reivindican al FMI.

DC / Luis Barragán / Diputado AN / @LuisBarraganJ

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