Investigan abusos y violaciones en la mayor prisión de mujeres de Florida

Casey Hodge bajó de la furgoneta de la prisión, temblando por las pesadas esposas y los grilletes que llevaban puestos. La delgada mujer de 25 años fue llevada junto a un grupo de otras detenidas a una pequeña habitación y se le ordenó desnudarse.

“Enséñame tu cosita”, le dijo una guardia de la cárcel, al tiempo que le daba instrucciones de que se agachara y tosiera para poder mirarle entre las piernas y certificar que no llevaba nada escondido.

La guardia le dijo a Hodge —legalmente ciega desde que tiene 16 años— que se quitara el ojo de vidrio. “Quería cerciorarse de que yo no escondía nada en la cuenca del ojo’’, recuerda. De modo que se quitó el ojo de vidrio con los dedos. Las guardias casi se caen al suelo de la risa, burlándose de ella como si fueran niños y fingiendo que tenían deseos de vomitar.

“Me sentí niña otra vez, abusada de nuevo”, dijo Hodge, que nunca había tenido problemas con la ley antes de su arresto por narcotráfico en el 2012.

Hubo un momento en su vida en que Hodge soñó con convertirse en fotógrafa. Ahora, sin embargo, es la presa número 155778, sentenciada a tres años en la Penitenciaría Lowell, una cárcel estatal donde viven las cinco mujeres de la Florida que están en el Pabellón de la Muerte, y que tiene el dudoso mérito de ser la mayor cárcel de mujeres de Estados Unidos.

Con 2,696 presas en una enorme mole de edificios grises sin aire acondicionado, la institución se levanta en medio de verdes colinas y lindas fincas de caballos de raza en la zona central de la Florida. Las mujeres que han cumplido condenas allí dicen que en Lowell lo que prevalece es la corrupción, el tormento y el abuso sexual.

Las ex reclusas dicen que en los últimos 10 años, el abuso se ha convertido en algo intolerable. Según documentos judiciales, las presas se han quejado de que los guardias del Departamento de Cárceles de la Florida (FDC) les escupen la cara, las amenazan con lanzarlas contra el concreto y las llaman prostitutas, perras y monas. De igual modo, han dicho que los guardias las miran mientras se bañan en las duchas, las obligan a mostrarles los senos, y a suplicar que les den artículos básicos, como papel higiénico, jabón y toallas sanitarias.

Sin embargo, tal vez la peor de todas las ignominias es que los guardias —tanto hombres como mujeres— aprovechan sus cargos de poder para presionar a las reclusas a tener relaciones sexuales y a realizar actos indecentes. Las mujeres se han quejado en reclamaciones presentadas entre el 2011 y mayo del 2015, de que los encuentros sexuales tienen lugar en los baños, armarios, la lavandería y las estaciones de los guardias. En ocasiones los guardias entran en los dormitorios a mitad de la madrugada, y se llevan a las mujeres a áreas aisladas de la cárcel.

Muchas mujeres aceptan porque sienten que no les queda más remedio que obedecer; otras lo llaman una forma de supervivencia. En Lowell, dicen las presas, las que cumplen con las exigencias de los guardias con frecuencia no son abusadas. A veces se les premia con jabón y almohadillas sanitarias, cigarrillos, drogas y dinero. O se les dan algunas comidas especiales, como hamburguesas con queso, o artículos femeninos que las hacen sentirse más humanas, como cosméticos y perfumes.

Sin embargo, las reclusas que no obedecen las exigencias de los guardias son acosadas y humilladas, les dan los peores trabajos y las tareas más duras. A menudo, se les amenaza con el confinamiento, una separación de la población general que las aisla. De igual modo pueden perder las pocas pertenencias que tienen, y también el privilegio de recibir visitas de sus familias.

En una declaración, Julie Jones, secretaria de FDC, reconoció que antes de asumir el cargo del Departamento en enero, Lowell era un sitio “muy mal administrado’’ y carecía de un liderazgo apropiado. Jones sustituyó al alcaide, despidió a un asistente, y contrató a más de 100 nuevos guardias. En meses recientes, Jones hizo cambios en el reglamento y dice que en la actualidad a los guardias se les exige responsabilidad por su comportamiento.

La nueva alcaldesa, Angela Gordon, y otros funcionarios del FDC afirman, sin embargo, que los presuntos abusos —físico, mental y sexual— no son tan graves como cuentan las reclusas. Las presas, dicen, tienen tendencia a mentir y a manipular para buscarles problemas a los guardias o lograr algo que quieren.

“Es cierto que algunas presas mienten en ocasiones, pero eso no quiere decir que lo hagan siempre”, dijo Ric Ridgway, asistente de la Fiscalía Estatal del Condado Marion.

Ridgway dijo que resulta evidente que hay una actividad sexual en Lowell “parecida a la prostitución”, pero determinar la gravedad de la situación puede ser algo difícil ya que gran parte del sexo es consensual, si bien eso no significa que no se cometan delitos, dijo. Se considera un delito de tercer grado que un guardia tenga relaciones sexuales con una reclusa.

Ridgway dijo que no tiene suficiente personal para investigar lo que sucede en Lowell ya que los problemas —y la propia cárcel— son demasiado grandes.

“Algunos de estos problemas y quejas están bien fundados, y pasan cosas que son claramente ilegales y no debían ocurrir”, dijo el asistente de la fiscalía.

Aaron Johnson, abogado de Vero Beach que ha representado con anterioridad a varias reclusas de Lowell, dijo que el consentimiento, o la falta de él, es difícil de definir cuando los guardias controlan todos los aspectos de la vida de las mujeres.

“Lo que he visto es que algunas de las presas han sido realmente víctimas de violación, de agresión sexual y de golpizas. Les he creído cuando me contaron que fueron obligadas y que era una pesadilla para ellas”, dijo Johnson.

Nancy G. Abudu, directora legal de la ACLU de la Florida, dijo que su organización ha entrevistado a varias mujeres de Lowell en los últimos meses que han alegado haber sido obligadas a tener sexo mediante amenazas e intimidación.

“Estamos investigando para ver si estas alegaciones no son solo una violación de los derechos civiles sino una violación internacional de los derechos humanos’’, dijo Abudu.

Para Hodge, tener que desnudarse y sacarse el ojo de vidrio no fue nada en comparación con lo que vendría más tarde. En una declaración formal que le dio al inspector general del FDC, Hodge dijo que en el 2013 fue atormentada por un sargento que la acosaba, le mandaba largas cartas sexualmente explícitas y la presionaba a tener relaciones sexuales con él, de lo contrario la amenazaba con confinarla y ampliar su tiempo de prisión mediante la pérdida de tiempo ganado por buena conducta.

“Para ellos no somos más que animales”, dijo Hodge, que presentó la demanda contra el sargento William Oellrich, en septiembre de 2013. La demanda fue desestimada y hallada sin fundamento más de un año después, en diciembre del 2014. Siete meses después, Oellrich fue trasladado a la penitenciaría Marion, una cárcel para hombres que queda  alrededor de una milla de Lowell.

“Piensan que son Dios. Es verdad que consumí drogas y tomé decisiones terribles en mi vida. Pero lo que hacen en esa cárcel va más allá de cualquier castigo”.

DC|ENH
 

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