Hablan los jóvenes que se extraviaron en el Páramo La Culata

Wilfredo Álvarez, Ramón Rojas y Marian Mejías contaron a Contrapunto la experiencia que vivieron esta Semana Santa, cuando una ruta de menos de 10 horas se les convirtió en una pesadilla de tres noches entre neblina y frío

Lorena Meléndez G.- El problema fue un desvío. La ruta que cumplirían los nueve ciclistas merideños que se perdieron en el Páramo La Culata el pasado Jueves Santo cambió de camino y aunque ellos lo advirtieron casi de inmediato, a los pocos minutos de haber recorrido ese tramo no previsto, siguieron.

Pensaron que si continuaban por donde iban, podrían llegar hasta el caserío La Toma, enMucuchíes, desde donde retornarían a casa por carretera. A esa hora, a pleno mediodía, todavía estaba claro, el ánimo y las ganas de pedalear estaban intactos. No pasaba nada.

La travesía planeada iba desde el pico El Águila hasta La Culata. Eran, en total, 38 kilómetros de caminos de montaña que les tomarían poco menos de 10 horas, entre las 7:00 am, cuando arrancaron, y las 4:00 pm. La altura variaría entre 3.800 y 4.200 metros sobre el nivel del mar.

Pero con el desvío, todo cambió. Quince kilómetros después de modificar la ruta, la neblina espesa los envolvió. A un metro de distancia, ninguno podía verse.

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Los kilómetros se acumularon en el camino de bajada y el destino de La Toma nunca apareció en el horizonte. A las 6:00 pm, los empapó un aguacero, la oscuridad comenzó a abrirse paso. Así supieron que no podrían volver el mismo día, tal como lo habían planificado.

«Ya nos imaginábamos que no íbamos por buen camino. Sin embargo, teníamos que buscar donde pasar la noche (…) Teníamos que tratar de descansar la mente y, luego, pensar como saldríamos de ahí», escribió Marian Mijares, la única mujer del grupo, en su cuenta de Instragram. Ella, una estudiante de ingeniería química, con cinco años como ciclista, se sostuvo en su fe cristiana cada día.

Una caverna sirvió de refugio para aquella primera noche gélida en la que pocos durmieron.

«Hicimos como un ranchito con matas, para cerrar un poco la cueva y nos metimos», contóWilfredo Álvarez, el menos experimentado de todos. Lleva dos años detrás del manubrio.

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Los ciclistas habían llevado provisiones sólo para una travesía de 10 horas. Había frutas secas, panes, arepas y poco más. No era, ni por asomo, suficiente para lo que les venía.

«En la cueva hicimos un pequeño inventario de toda la comida que teníamos para hacer un plan de racionamiento para que nos alcanzara», comentó Álvarez, quien es también ingeniero mecánico y propietario de una pequeña empresa de distribución de materiales para ferretería.

Los deportistas no contaban con frazadas ni cobijas que los protegieran de los 2 grados centígrados de temperatura que congelan las madrugadas del páramo andino. La única manta térmica que había en el grupo debió pasarse de uno a otro, mientras el resto aguantaba el frío.

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Casas vacías

A la mañana siguiente, la del viernes, el grupo retomó el camino que se había despejado de neblina. Los ciclistas divisaron un rancho de paredes de piedra y viejas láminas de zinc, y fueron hasta allí en busca de un campesino que les guiara. Pero el lugar estaba desierto. Tuvieron que seguir de largo.

Se toparon con una segunda casa en la ruta, pero también estaba vacía. Siguieron pedaleando para tratar de llegar a alguna carretera, pero al ver que entraron a un bosque húmedo, que la neblina caía otra vez y que se llevaban otro palo de agua, se devolvieron hasta la última vivienda. Tuvieron que romper el candado que la protegía para poder usarla como refugio.

«Tuvimos mucha suerte. En esa casa había un paquete de harina de maíz, mantequilla, leña y una panela«, dijo el ciclista Álvarez.

Con eso comieron un poco, hicieron arepas, se calentaron y siguieron racionando los alimentos. No sabían cuándo podrían regresar. Las vacas sin marcas que allí estaban les habían dado una señal, una mala señal.

«Eso nos dio una referencia de que estábamos muy botados, muy lejos, porque si a las vacas ni siquiera las marcan es porque no se mete nadie a robarse ganado por ahí», apuntó Álvarez.

La mañana del sábado, los ciclistas se separaron. Cada uno se fue de expedición para tratar de hallar un camino que los llevara a un puerto seguro. Ninguno consiguió nada.

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El líder

En el grupo de los nueve hay un ciclista muy experimentado. Su nombre es Ramón Rojas, un estudiante de postgrado de Biología Molecular que trabaja en un laboratorio de diagnóstico en la Universidad de los Andes. En esa, su alma mater, perteneció al Grupo Andino de Rescate mientras cursaba pregrado, y el aprendizaje que obtuvo lo aplicó al límite en esta experiencia. Desde hace años practica deporte extremos, pasión que le ha llevado a montar una pequeña empresa que organiza rutas de excursión. Tiene 34 años y de esos, más de 10 se los ha pasado pedaleando.

Por todo eso, a Rojas lo eligieron como líder de la expedición. En los días previos, las decisiones se habían tomado entre todos y eso hacía que el proceso de escoger un camino fuese complejo, largo y discutido, alejado de la rapidez que se requería. El sábado, tras las exploraciones fallidas, determinaron que era más sencillo si el más avezado de todos señalaba los pasos a seguir para poder salir.

«Lo más duro fue tratar de conseguir, dentro de mí, lo que necesitaba para resolver el problema.Una de las leyes universales de la supervivencia en selva es tratar de controlar la mente de todos, que la mente sea una sola, que el pensamiento sea uno solo y que las decisiones sean únicas y favorezcan a todos», contó Rojas, quien se puso sobre los hombros la responsabilidad de guiar a los otros ocho. El día que lo eligieron, ese sábado, su hijo mayor cumplió cinco años.

El experimentado ciclista recomendó regresar por donde habían venido. La bajada de los días previos, entonces, se convirtió en subida. La noche la pasaron en la primera casa, donde no había comida, pero sí leña para mitigar el frío.

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Las horas siguientes fueron para el insomnio. Rojas planificó que salieran temprano, a las 4:00 am, para aprovechar al máximo el tiempo en el que la neblina se disipaba. Estaban tan ansiosos que salieron a las 3:00 am con la luz de las únicas tres linternas que habían llevado.

El miedo

A las 8:00 am ya estaban cerca de la cueva de la primera noche, pero justo en ese punto el ascenso comenzó a hacerse complicado. «Ya a los 4.000 metros (de altura) no es lo mismo. Uno da dos pasos y se cansa. El paso era muy lento. Nos tocaba cargar la bicicleta», afirmó Álvarez.

En el grupo comenzó la discusión de si debía o no dejar las bicicletas en el camino, pero al final se decidió que continuarían con ellas para aprovechar la bajada.

Al llegar a la cumbre, los invadió la angustia. Los ciclistas esperaban ver un sendero claro que los llevara hacia la carretera, pero en su lugar vieron un valle y una subida. Al ascender la segunda, el paisaje era igual. Las hondonadas y colinas no tenían fin.

«Ya no nos quedaba comida. A mí sólo me quedaban unos pedacitos de panelas. Ya nos estábamos montando en los 4.000 metros otra vez y si nos tocaba pasar la noche a esa altura, creo que no lo hubiésemos aguantado. Ahí me dio mucho miedo», admitió Álvarez.

El líder, Rojas, tampoco se sentía totalmente fuerte. «Fue difícil tener una palabra que nos llenara a todos de aliento cuando no teníamos una carretera a dónde salir, se nos estaba acabando la comida, nuestros familiares y amigos estaban todos preocupados».

Mejías reconoció el terror que sintió. Fue tanto que ella y sus compañeros siguieron andando en medio de los gritos de auxilio. Ahí, la fe que había mantenido, se tambaleó. «El frío y sentirme perdida fue lo peor», sentenció.

La escenas de valles, hondonadas y pedidos de auxilio duró 40 minutos, recordó Álvarez. Tras esos momentos de miedo, vieron a lo lejos un campesino que integraba la comisión de voluntarios que los estaba buscando desde el viernes. Tenían 72 horas perdidos en La Culata.

«Uno siempre tiene que pensar que las cosas se van a solucionar. Uno tiene que poner su fe en Dios, porque él lo va a ayudar», afirmó Mejías, la estudiante de Ingeniería Química.

Ella, la única mujer del grupo, dijo que ver a su familia después de aquellos días fue lo mejor que le pasó. Ellos, comentó, estaban seguros de la joven, de su fortaleza, y del empeño que pondría en salir de la montaña. No se equivocaron. Tanto ella como sus compañeros, los nueve ciclistas, estuvieron la mayor parte del tiempo llenos de optimismo y con la firme convicción de que volverían a casa.

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DC | Contrapunto.com | Fotos: Web

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